Carlos Montero (1945–2023) nació en Buenos Aires en el seno de una familia de recursos modestos, hijo de una maestra y un trabajador ferroviario. Creció en las afueras de la ciudad y desarrolló un profundo vínculo con la naturaleza argentina durante las excursiones al campo junto a su padre, quien le enseñó a reconocer árboles y aves nativas. Estas experiencias formativas sembraron en él una reverencia duradera por la naturaleza y un fuerte sentido de responsabilidad hacia su protección.
Tras obtener un título en agronomía con especialización en silvicultura en la Universidad de Buenos Aires (UBA) a finales de los años 60, Carlos inició su carrera como técnico de campo en el Gran Chaco, donde fue testigo directo de la transformación acelerada de los bosques en tierras agrícolas. En aquel entonces, la frontera agropecuaria argentina se expandía rápidamente, impulsada por la demanda global de carne y soja, con escasa regulación que protegiera los ecosistemas nativos. Alarmado por la deforestación descontrolada y la pérdida de biodiversidad, Carlos se convirtió en uno de los primeros defensores de la gestión sostenible del territorio, enfrentándose con frecuencia a líderes del sector que priorizaban beneficios inmediatos sobre el cuidado a largo plazo.
En los años 80, fundó una pequeña empresa maderera con una visión radical: demostrar que la silvicultura responsable podía ser tanto rentable como regenerativa. Introdujo prácticas de tala selectiva, reforestación y colaboración comunitaria décadas antes de que la Ley de Bosques Nativos (Ley 26.331) de 2007 impusiera criterios de sostenibilidad. Su empresa se convirtió en un modelo de ética empresarial, generando empleo estable y apoyando escuelas y centros de salud en zonas rurales. Mientras la deforestación a gran escala avanzaba en el Gran Chaco (más de 13 millones de hectáreas perdidas entre 2001 y 2023), el trabajo de Carlos demostró que existían alternativas a la deforestación total.
Con el tiempo, su influencia creció. En los años 90, Carlos participó en la formulación de políticas forestales nacionales, abogando por los derechos territoriales de los pueblos indígenas y por la inclusión de saberes ecológicos tradicionales en la planificación de la conservación, anticipándose a las reformas constitucionales de 1994 que reconocieron estos derechos en Argentina. Estableció alianzas con organizaciones base, científicos y activistas de Argentina, Paraguay y Bolivia, convencido de que solo un esfuerzo conjunto y transfronterizo podía hacer frente a los desafíos ambientales de la región.
En sus últimos años, Carlos expresó una preocupación creciente por los impactos acelerados del cambio climático y la deforestación. Hablando con frecuencia de los “hilos invisibles” que conectan el destino de los bosques sudamericanos con el bienestar de sus pueblos y la estabilidad del clima global. A pesar de enfrentar obstáculos —resistencia políticas, crisis económicas y problemas de salud—, nunca abandonó su compromiso con la conservación.
La visión de Carlos para Árbol y Tierra tomó forma en su última década. Soñaba con una organización capaz de trascender fronteras, unir voces diversas y actuar con valentía en defensa del legado vivo de su país. En su testamento, destinó una parte significativa de su patrimonio a la creación de Árbol y Tierra, dejando instrucciones claras de que la organización debía priorizar siempre la colaboración, la transparencia y el empoderamiento de las comunidades locales.
Sus últimas palabras al equipo fundador fueron sencillas pero profundas:
“Los árboles que dan vida a Argentina no reconocen nuestras limitaciones. Nuestros esfuerzos para salvarlos tampoco deberían hacerlo.”
Hoy, el fondo legado de Carlos Montero financia las iniciativas más urgentes de Árbol y Tierra —desde el monitoreo de la deforestación hasta la educación ambiental para jóvenes—, asegurando que su pasión, sus principios y su esperanza por un continente más verde sigan inspirando acciones por muchas generaciones más.